Participantes en la decimoquinta manifestación LGBTQ+ de Miami (Estados Unidos), el 16 de abril.
JOE RAEDLE (GETTY IMAGES VIA AFP)
La campaña contra los derechos de las atletas trans en Estados Unidos demuestra cómo la máquina electoral se convierte en un mercado
Los rancios viven del tráfico que les da nuestra indignación. Lo sabemos, intentamos hacer un esfuerzo por ignorarlos, bloquearlos, borrarlos de la faz de la tierra, pero no podemos evitar contestar, darles pábulo, convertir la anécdota en norma y así, contra nuestro yo más cerebral, hacer que nuestra realidad sea un poco más irrespirable. El consejo de las abuelas de internet, don’t feed the troll (no alimentes al trol) sigue de completa vigencia. Lo que las abuelas no esperaban es que fuéramos unos nietos yonkis que se inventan excusas racionales para seguir enganchados al pozo sin fondo de la irracionalidad y el odio.
De todo este ciclo infernal del faltón con Dunning-Kruger siempre me ha llamado especialmente la atención la elección de temas. Dios me libre de meterme en el debate vidrioso de “la cuestión trans”, pero ¿no nos extraña que un tema que no es transversal, que no afecta al día a día de la mayoría de los ciudadanos que se enfangan en él, de pronto, se convierta en un tema de relevancia nacional y centre el debate hasta límites alucinógenos? Si fuéramos romanos nos preguntaríamos “cui prodest”, a quién beneficia. Esta cuestión, que se refiere a lo esclarecedor que puede resultar determinar el autor de un hecho desconocido, se la han hecho Adam Nagourney y Jeremy W. Peters en su reciente pieza para el New York Times. La respuesta, no por menos esperada, es igualmente indignante: por pasta. En EE UU la maquinaria electoral es un negocio que mueve cantidades exorbitantes de dinero, un hecho este suficientemente relevante como para que estas no se orienten a la búsqueda del bien común, sino a desvalijar la chequera de los simpatizantes, amigos y demás hiperventilados. Cuando la política es un negocio, los temas de campaña se reducen a un mero análisis de mercado.
Como reseñan Nagourney y Peters, la derecha religiosa estadounidense se quedó a la deriva, desnortada, sin brújula existencial, tras ser derrotada en el Tribunal Supremo en su intención de prohibir el matrimonio entre personas del mismo sexo. La prohibición del aborto, a pesar de la victoria conservadora del año pasado ante el mismo Tribunal Supremo, no atrae ni votantes ni dinero, ya que las encuestas dejan claro que un porcentaje importante de conservadores están a favor. Así que, descartado el aborto y los derechos de los homosexuales, alfa y omega de la lucha conservadora, ¿qué podía quedar disponible? Con metodología científica, lanzaron globos sonda y midieron los resultados. Lo intentaron en 2016 con el proyecto de ley HB2 de Carolina del Norte, más conocida como “ley de lavabos”, que establecía la prohibición a las mujeres trans de usar los lavabos femeninos. Resultó no tener el recorrido esperado, pero sí les indicó por dónde seguir. Según los datos del Public Religion Research Institute, es menos probable que los ciudadanos apoyen los derechos de los transexuales que el matrimonio entre personas del mismo sexo y el derecho al aborto.
El peligro existencial de Priscilla
A pesar de que la vía de hacer escarnio de los trans parecía prometedora, aún le faltaba algo para llegar a convertir a los sectores menos radicales en hidras furibundas deseosas de abrir sus carteras. Y siguieron probando hasta que el siguiente globo sonda, la prohibición en 2020 del estado de Idaho de que las niñas trans compitieran con otras niñas en ligas escolares, prendió la llama. Habían encontrado el filón: churrascar al colectivo trans y a las drag queens con la excusa de proteger a los menores y los derechos de sus padres a serlo como mejor les viniese. Si uno lee las redes sociales y las noticias que vienen de ese país cada vez más disfuncional, habría un peligro existencial en el asalto de los colegios estadounidenses por drags dispuestas a hacerte bailar, en cuanto te descuides, al ritmo de Priscilla, la reina del desierto.
Frente a un rifle militar siempre queda la opción de esconderse en el cuarto de baño o de armar a los profesores, pero ante unas plataformas y un pelucón, como todos sabemos, no hay defensa posible. Y así se construye un relato: un 58% de los estadounidenses, según los datos del Pew Research Center, apoya que se exija que los atletas transexuales compitan en equipos que coincidan con el sexo que se les asignó al nacer. Esa cifra aumentaba hasta un 85% entre los votantes republicanos.
Si nos fijamos en las campañas de la alt-right en EE UU de los últimos años, todos tienen en común una combinación ganadora: la protección de los niños y el derecho de sus progenitores de decidir qué es lo mejor para ellos. Básico y efectivo, ¿qué padre no querría proteger a su retoño de aquello que se le presenta como un riesgo real para su integridad física y moral? Sobre todo, si consideramos que el estándar de la moralidad es algo extremadamente personal y protegido por el derecho a las propias creencias que protege nuestra constitución. Pero estas campañas no están solas. La misoginia monetiza, convirtiendo, de paso, la desinformación de género en un arma para socavar la participación política de las mujeres y debilitar las instituciones democráticas y los derechos humanos.
Y ello nos lleva al patrón de los grupos de extrema derecha europea que, desde que Bannon hiciera su gira europea tras salir de la Casa Blanca, no hacen más que traducir y copiar cada alarido de Trump, de De Santis o de Marjorie Taylor Greene, una orate iletrada conspiranoica que corona, con su presencia en la Cámara de Representantes, una década de cargos públicos incomprensibles en EE UU. Desde insultarte llamándote Charo, hasta los temas y eslóganes más bizarros por muy arbitrarios, locos o descontextualizados que sean, todo lo que ocurre en la política de extrema derecha en los países de nuestro entorno está marcado por una agenda diseñada en EE UU para generar beneficios a la industria electoral de ese país. Una vez decidido a quien debes de odiar, pones a funcionar a los bots, a las cuentas dirigidas y pagadas, y dejas que el algoritmo haga su magia entre convencidos, creyentes y, por qué no, entre un grupo nada desdeñable de gente que no está bien de la cabeza. Para qué buscar en cada país los problemas reales de los ciudadanos si le puedes dar al corta y pega de la internacional del energúmeno al servicio de los mercaderes de la indignación mientras estos hacen caja.
Sé que cuesta, pero hagamos un esfuerzo por ignorarlos.