Compañías como Google, Meta o Twitter se benefician de una legislación de hace 67 años para regatear su responsabilidad sobre lo que se publica en internet
Los Ángeles, 1950. Eleazar Smith poseía una librería en la que almacenaba para su venta libros que no había leído. De todos es sabido que, aunque se espere siempre el buen consejo del librero de confianza, resulta imposible pretender que haya leído todo lo que guardan sus estanterías, incluso antes del desbordamiento de las mesas de novedades. Eleazar vive en los EEUU de la guerra fría y del auge del macartismo, un tiempo en el que se utilizaron técnicas tan antidemocráticas como la culpa por asociación, la violación indiscriminada de la intimidad y las acusaciones sin fundamento para censurar a la población general. Eleazar probablemente vería en su televisión en blanco y negro pagada a plazos las sesiones del Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes que inició miles de investigaciones sobre actividades potencialmente comunistas y que dio lugar a la famosa lista negra de Hollywood.
La ciudad de Los Ángeles no era ajena a este estado de cosas y dictó una ordenanza municipal que prohibía “a cualquier persona tener en su poder cualquier escrito obsceno o indecente, [o]… en cualquier establecimiento comercial donde… se vendan o se tengan a la venta libros”. Así es como el Sr. Smith fue condenado por infringir esta ordenanza al encontrarse en su establecimiento libros considerados obscenos. Los tribunales municipales y superiores de California sostuvieron su responsabilidad penal por la mera posesión del material obsceno, aunque no tuviera conocimiento del contenido del libro, ya que la intención y el conocimiento no se exigían para que el castigo se pudiera imponer. Smith recurrió al Tribunal Supremo de los EEUU (SCOTUS).
En el nacimiento de la internet comercial, se llevó la protección del buen samaritano a los servicios de intermediación a través de la famosa Sección 230 de la Communication Decency Act. Si un bibliotecario no sabía lo que había en todos los libros de su biblioteca, cómo un proveedor de servicios de comunicaciones, de hosting, un proxy, un buscador o una red de blogs iba a tener la más mínima noción de todo lo que volaba de byte en byte por su red.
Este principio se arrastró a la legislación europea, que lo trasladó a la Directiva de Comercio Electrónico, y acabó en nuestra Ley de Servicios de la Sociedad de la Información (LSSI). Lo de la Ley Sinde que vino después lo dejo para que se lo cuenten los viejos del lugar.
La famosa DSA (Reglamento de Servicios Digitales en español) publicada el año pasado, que sustituye y deroga la directiva y, de paso, la LSSI, mantiene la protección del buen samaritano porque no le ha quedado más remedio aunque ha impuesto una serie de controles y auditorías que son un incordio, bien se lo pueden permitir las grandes tecnológicas que basan todo su modelo de negocio en la irresponsabilidad de los contenidos. Y de esto es de lo que de verdad va el caso González v. Google que se vio el martes 21 de febrero en audiencia pública, de nuevo, ante el Tribunal Supremo de los EEUU. Y también, Twitter v. Taamneh que visto el 22 de febrero ante el mismo Tribunal.
Ambos casos tienen su origen en circunstancias similares: el atentado terrorista de 2015 en París, en el que murió, entre otros, una estudiante estadounidense llamada Nohemi González; y el atentado terrorista de 2017 en una discoteca de Estambul, en el que murió una ciudadana jordana llamada Nawras Alassaf. Tras el atentado de París, el padre de González demandó a Google, alegando que había ayudado e instigado a un grupo terrorista al permitir no solo que miembros del ISIS publicaran vídeos en YouTube sino que sus algoritmos los recomendaran.
Los dos asuntos han suscitado docenas de amicus curiae (intervenciones de personas que no son parte en el procedimiento pero que apoyan a una de ellas en el proceso) de empresas tecnológicas, grupos de defensa de las libertades civiles e incluso de los propios autores de la Sección 230, que han alertado al tribunal sobre el peligro de recortar o eliminar la protección del buen samaritano que se basa, como ya sabe el lector, en la protección de la libertad de expresión y prensa. Otros, entre ellos legisladores conservadores, defensores de las fuerzas de seguridad, grupos de defensa de los derechos de los niños y Frances Haugen, han adoptado posturas contrarias, abogando por una interpretación restrictiva de la Sección 230. Un tercer grupo se han dirigido al tribunal, sin tomar partido, pero detallando las ramificaciones de la reforma o derogación de la ley.